Brasil: 3 días para enamorarse con churrasco, samba y cerveza.
- Angela Domenech
- 27 mar
- 5 Min. de lectura

La confianza al mínimo y la cautela al máximo.
Es mi primer contacto con Brasil y, si hago caso a lo que me han contado, debería estar bien atenta a mi mochila y, especialmente, a mi querido móvil (aunque, pensándolo bien, tal vez sería mejor si se lo llevaran).
Sorpresa.
Curiosamente, la primera imagen que se instala en mi cabeza es otra: un tipo camina por la calle, se le cae el móvil del bolsillo y, sin pensarlo, otro corre tras él para devolvérselo.
Hm, curioso que lo primero que vea sea un gesto de honradez. Paradojas de la vida.
Como hemos llegado a la intempestiva hora de las 6 de la mañana, tenemos tiempo de sobra para entrar en la casa, descansar, darnos una ducha y ponernos la purpurina antes de salir en busca de la primera aventura.
Así, directos y sin pausa, nos metemos de lleno en el carnaval de Brasil.
Empieza el torbellino de sensaciones… La música se escapa por cada rendija, cada calle, cada ventana abierta. No solo se escucha en bares y fiestas, sino también en la cotidianidad: en la cola del mercado, en la peluquería, en la radio de un coche que pasa con las ventanillas bajadas.
Aquí, la vida suena.
Una de las formas de celebrar este evento ancestral es a través de los blocos, bandas que tocan y bailan en directo por las calles, rodeados de gente con ganas de disfrutar la vida.
A mi lado, un chico rubio de ojos azules se ríe con fluidez, balbuceando en un portugués perfecto. Más allá, una mujer de piel tostada, rizos apretados y proporciones generosas camina casi sin ropa, con una confianza que me desarma; ni un rastro de inseguridad. Su amiga, de facciones finas y ojos rasgados, parece de ascendencia japonesa.
Me viene a la mente una palabra: Inclusividad.
En Brasil, la apariencia no delata el origen. Es como si este país hubiera diluido las etiquetas, como si no se preocupara por encajar, sino por celebrar cada diferencia. Los locales no responden a unos rasgos determinados.
(Dato curioso: este país alberga la mayor comunidad japonesa fuera de Japón.)
Y en medio del mismo sonido, todos bailamos al mismo ritmo, comemos churrasco, tomamos cerveza muy fría y sonreímos hasta que nos dolieron las mejillas.
Definitivamente, un país que te recibe así solo puede traer cosas buenas: espontaneidad para empezar. Y lo que no trae, son presentaciones formales.
¡Qué 2 días pasamos entre blocos y samba!
Volviendo al tema de los japo-brasileños y sorprendida por ello, mi cabeza empezó a pensar en el Sakura, una celebración japonesa que conmemora la floración de los cerezos. Estos tienen una vida de solo una semana y simbolizan la belleza efímera de la vida.
Y ahí estaba yo, pensando que hace apenas 2 días estaba vestida con ropa de invierno y olvidando un poco a qué sabe la libertad, para de pronto verme incapaz de soltar la sonrisa en medio de ese jaleo.
Pasaron esos 2 días y, en un autobús más cómodo de lo que imaginaba, nos dirigimos durante 5 horas al interior de la mata atlántica.
Hablando de lo efímero de la vida…llegó la paz después del frenesí.
El verde lo ocupaba todo, mezclado con florecitas de colores que no recuerdo haber visto en ninguna otra selva. Ahora entiendo como el arte y las ropas coloridas que he visto en los puestos callejeros encajan perfectamente con la naturaleza misma.
Confirmo que es la selva más bonita que he visto hasta el día de hoy (y esto después de conocer Hawái o Costa Rica, te aseguro que son palabras mayores).
Seguimos jungla adentro y el sonido del mar empieza a mezclarse con el canto de los pájaros. La humedad se pega a la piel, los colores son más intensos y el aire tiene un peso distinto, más denso, más vivo.
Hemos llegado a Ubatuba.
Dentro de este pequeño pueblito nos alojamos en Itamambuca.
Nada más que decir: Itamambuca es todo.
Es todo eso que tenía en mi lista invisible de requisitos para mi lugar perfecto. Y algo me dice (y la gente que lo ha visitado antes también me lo dice) que este lugar es solo el principio de todos los lugares perfectos que voy a encontrar en los próximos meses.
Whoosh!!
¡Ah, por fin! Noto la espuma rozando mi pelo, mis pies enterrados en la arena mojada, la mezcla entre calor y frío en mi piel... el peso desaparece.
Cruzo la primera ola para darme la vuelta y subirme a la tabla. Parece que no se me ha olvidado del todo.
Unos cuantos revolcones y parece que se me hayan borrado de golpe los meses de calcetines y botas gorditas.
Por la noche, mientras cenamos un “escondidinho” increíble cocinado por la familia que lleva la casita encantadora donde nos estamos quedando, y compartimos historias con amigos viajeros que hemos vuelto a encontrar después de 2 años, me descubro sintiéndome un poco más libre, afortunada y, la verdad, algo extraña.
Había casi olvidado lo que era explorar un lugar nuevo con olor a salitre y arena en las chanclas.
Los olores, las caras, los sabores, el paisaje, todo encaja ahora mismo.
Y hasta aquí la historia de cómo necesité 3 días para enamorarme de este país, su comida, su gente y su música que recuerda que no hay un solo ritmo correcto para vivir..
...oh qué bonito y que grande es ese colibrí…
Perdona, que me distraigo, sigo.
Entre todas estas primeras impresiones, llegó el momento de explorar un poco más a fondo.
Siguiendo el estilo del lugar (es decir, todo mezclado) me vestí con una mezcla de pareo, zapatillas y mochila, lista para todo terreno.
Empezamos con un pequeño sendero por la mata que nos llevó a una cascada.
Bueno, ya nos imaginas, uno saltando de la liana, otro subiendo las rocas,el otro pasando debajo de la cascada, cada uno jugando a lo suyo con la naturaleza.
Como está siendo habitual (cosa que me encanta absolutamente), solo nos encontramos con gente local allí y, sin duda, dominaban mucho mejor los saltos que nosotros.
Entonces, uno hizo una pirueta y el otro intentó seguirlo, luego el otro saltó desde más alto, y otro subió un poco más. Y entonces a otro se le ocurrió que podía saltar desde arriba de la cascada.
"¿Pero qué estás loco?"
Bueno, loco o no, saltó. Y detrás, el otro.
Pista 1: sobrevivieron.
Pero hubo un tercero que también quiso saltar.
Pista 2: también sobrevivió.
Pero... ese no saltó. Por algo que pasó justo antes de que lo hiciera.
El otro. No el loco. El otro que había saltado antes, subió para explicarle al tercero cómo debía saltar, porque no lo veía claro
(como para verlo, recordemos que hablamos de saltar desde encima de la cascada)
y entre que sí y que no… el otro, o sea, el que ya había saltado, resbaló.
Sí, así, resbaló. Desde lo alto de la cascada, con todas las rocas debajo. Nosotros mirando.
Resbaló, chocó con las rocas por el camino, no me preguntes los metros, pero sí, lo normal era matarse.
Cayó al agua, se oyó el golpe, el aire podía cortarse con un cuchillo. Y unos segundos después, salió del agua con el pulgar hacia arriba.
Aparentemente, ni un rasguño.
Entre lo que pasó y lo que podía haber pasado, solo fue un segundo y podía haber sido toda una vida.
Ya no hubo saltos ni lianas. Y la vida siguió su ritmo.
Este momento volvió a recordarme lo frágil que es todo. Y que esta vida, mientras la tenemos, solo podemos honrarla viviéndola.
Hoy es mi último día en esta zona después de casi 3 semanas y nos ponemos rumbo a Río con paradas en el camino. Ya solo en este tiempo tengo demasiado que contar asi que es muy posible que os cuente historias más a menudo en estos meses, para que podais vivir esto conmigo.
Si no quieres perderte como el acento y las costumbres van cambiando radicalmente a lo largo de este país, suscríbete a mi blog en el botón. (Sí, es gratis).
Bom dia!!
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